Bajo la bóveda verde de un bosque enmarañado, un gran cirio de fuego ilumina de pronto la montaña. No hay peligro, sin embargo. Es sólo el sol que, en el ocaso, ha conseguido filtrarse entre los árboles y rebotar sobre los cristales de las fuentes, tiñendo de destellos de color el fluir de la cascada.
Mientras, unas cuantas camelias se deslizan monte abajo como en un tobogán, dejándose llevar por la corriente. Y delimitan a golpe de rosas y de fucsias las sombras oscuras de la orilla.