Envueltas en el leve celofán de la neblina -inevitable casi por el lugar en que nacieron- las camelias del Pazo de Santa Cruz de Ribadulla son, amén de ilustres, ilustradas. Ilustres, por antiguas y ligadas al abolengo de la casa. Ilustradas porque, incluso algo marchitas -con ese tacto de papel, de seda vieja, que les queda cuando ya pasó su tiempo -debieron acompañar a Jovellanos, inertes sobre la misma mesa de piedra donde el escritor redactó más de un sesudo memorándum.
Jovellanos, pues, no llegó a tiempo; mediaba abril, y la mayoría de las camelias habían muerto; sus cabecitas yacían desperdigadas por el suelo vencidas pero intactas.